10/29/2008

En un pañuelo

Las relaciones entre las personas siempre son circunstanciales. Creemos que tenemos el control de nuestras vidas pero solo somos variables dentro de una gigantesca fórmula matemática con resultados inciertos.
Nuestros caminos siguen un curso que nos arrastra y nos guía sutilmente aunque tengamos la sensación de tener el control, falsamente por supuesto, puesto que nuestro destino está guiado aunque no escrito.

Conocí a Fernando en un grupo Scout al que pertenecía. Al poco tiempo de entrar a formar parte de él, comenzamos a establecer una amistad que duraría hasta mucho tiempo después. Tras varios años compartiendo actividades, acampadas, e historias increíbles y muy cómicas, me comentó que iba a dejar el grupo porque sus padres se trasladaban de ciudad y no iba a poder seguir asistiendo.
Ambos lo sentimos mucho porque sabíamos que la amistad que teníamos iba a ser interrumpida de forma involuntaria pero definitiva, y que en el mejor de los casos, podríamos hablar esporádicamente por teléfono.
Tal y como sospechábamos, poco a poco fuimos distanciándonos en nuestras conversaciones y confidencias hasta que llegó el momento en el que dejamos de llamarnos. Supongo que él lo sintió tanto como yo, pero como se suele decir, “fuera de la vista, fuera de la mente”.

Pasaron cerca de 15 años, tiempo suficiente para olvidar casi cualquier cosa. En ese momento yo trabajaba para una empresa que tenía relaciones internacionales con otras empresas de su sector principalmente italianas, y ahí que fui yo; Milán, Pésaro y Bolonia. Fue aquí donde nos volvimos a encontrar, nada menos que en aeropuerto. No nos lo podíamos creer, tantos años sin vernos ni hablarnos para que una fórmula matemática sobre estadística y probabilidades tuviese como resultado el cruce de dos caminos distantes en un país distante. Fue muy agradable el encuentro, que se saldó con varias cervezas y unas cuantas horas de conversación para ponernos al día.

Actualmente seguimos sin hablar aunque con un recuerdo que seguramente no olvidaré nunca. Sabíamos que aunque se volvieron a cruzar nuestros trayectos, teníamos direcciones distintas.

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